Dentro del residencial más grande del Caribe, caminar tres cuadras puede significar una muerte segura para algunos narcotraficantes.
Enclavado entre la famosa playa turística de Isla Verde y una de las principales vías del país, el residencial Luis Lloréns Torres encierra todo un mundo, pero un mundo subdividido en tres grandes sectores: Calle 4 en Youth Center, Collores en El Medio, y Los 7 y Malvinas en Providencia, todos puntos de drogas controlados por individuos que, aunque conocidos y hasta famosos, son protegidos por un estruendoso silencio.
Para los que están involucrados en el narcotráfico, y para sus familiares también, la caminata de Calle Cuatro a Malvinas -de dos minutos- es impensable. Por eso permanecen inamovibles durante la mayor parte de sus cortas vidas, con salidas esporádicas y ultraplanificadas que requieren de grupos armados.
“Los que mueven aquí no salen de aquí. No pueden pasar para el otro lado”, contó el agente Orlando Rosado, quien ha prestado sus servicios como policía en el residencial durante los pasados 13 años. “Es vivir encarcelado. Aunque no lo creas, aquí hay chamaquitos que no saben lo que es un Burger King porque no pueden salir”. Un muchacho de un punto cerca del edificio 8, por ejemplo, quizás nunca verá el 90.
Que conste, sólo una minoría de los 6,000 residentes repartidos en las 2,570 unidas ocupadas se dedica al narcotráfico. Y abundan las historias de éxito deportivo y profesional salidos del residencial, incluyendo abogados, periodistas e ingenieros. Pero la realidad es que los que permanecen en el residencial cada día ven cómo empeora la situación y cómo el temor a salir empaña cualquier deseo de superación.
Muchos vecinos desconfían del otro. El peor pecado aquí es ser chota, y a los que lo son -o se sospecha que lo sean- se les identifica con la palabra escrita en grafiti frente a la unidad donde viven. Si la desconfianza crece, los jefes del punto -los bichotes- los mudan forzosamente fuera del sector.
El ambiente en el residencial suele ser tranquilo, pero puede cambiar en cualquier momento. Es totalmente impredecible. Y ya los códigos que guiaban a los tiradores de antes se han ido con ellos a la tumba.
Residentes de Lloréns, empleados de la compañía administradora y policías entrevistados por PRIMERA HORA, muchos de ellos con la condición de que no se revelaran sus nombres por temor a represalias de los narcotraficantes, explicaron que la espiral de violencia reciente ha venido acompañada de una pérdida de los códigos de antes. Ahora puede haber un tiroteo cerca de una escuela, las mujeres y los niños ya no son intocables, y aunque las horas de la noche siguen siendo las favoritas para las guerras de los narcotraficantes, no son las únicas.
Prueba de ello son los orificios de bala en diferentes edificios, que parecen sacados de una zona de guerra contemporánea.
Ni tan siquiera las pancartas de los candidatos políticos de turno, siempre sonrientes, tapan los grandes huecos de las balas en algunos edificios de Lloréns.
Millonario punto
El punto de drogas más organizado y, por ello, el más tranquilo, es el de Calle Cuatro.
Las ganancias allí: unos $2.4 millones anuales, según cálculos de la sección de inteligencia criminal de la Policía en San Juan. La nómina: decenas de trabajadores, desde vigilantes hasta gatilleros. La mercancía: marihuana, crack y cocaína. La clientela: los residentes de Lloréns, sí, pero también, y en proporción mayor, gente de afuera, desde azafatas hasta banqueros. La competencia: el punto Malvinas, a pocas cuadras. El horario de atención: las 24 horas. La expectativa de vida para los empleados en la industria: 25 años, con suerte; de 30 no pasan. La recompensa: el dinero, claro, pero también el orgullo y el sentido de pertenencia.
El jefe de este punto, que inspira una mezcla de respeto y miedo entre los residentes, es un hombre conocido por todos como “el Chacal”, sobre quien la sección de inteligencia de la Policía en San Juan mantiene un amplio expediente por ser parte de una investigación continua, dijo el teniente coronel William Orozco, director del Negociado de Drogas.
Muchos de los narcotraficantes adolescentes aquí, según trabajadores sociales entrevistados, lo admiran y piensan que viven en una película. Llevan camisas de Al Pacino en “Scarface” o hablan de “American Gangster”. Pero esto es un martes cualquiera de agosto en Lloréns; está bien lejos de Hollywood. No es tampoco la nueva película de Daddy Yankee, “Talento de Barrio”. Aquí, el verdadero talento de barrio está encerrado, sin atreverse a salir a jugar baloncesto o voleibol por temor a la próxima balacera de los narcos. Aquí en Lloréns, el talento del barrio se quiere ir del barrio.
Enclavado entre la famosa playa turística de Isla Verde y una de las principales vías del país, el residencial Luis Lloréns Torres encierra todo un mundo, pero un mundo subdividido en tres grandes sectores: Calle 4 en Youth Center, Collores en El Medio, y Los 7 y Malvinas en Providencia, todos puntos de drogas controlados por individuos que, aunque conocidos y hasta famosos, son protegidos por un estruendoso silencio.
Para los que están involucrados en el narcotráfico, y para sus familiares también, la caminata de Calle Cuatro a Malvinas -de dos minutos- es impensable. Por eso permanecen inamovibles durante la mayor parte de sus cortas vidas, con salidas esporádicas y ultraplanificadas que requieren de grupos armados.
“Los que mueven aquí no salen de aquí. No pueden pasar para el otro lado”, contó el agente Orlando Rosado, quien ha prestado sus servicios como policía en el residencial durante los pasados 13 años. “Es vivir encarcelado. Aunque no lo creas, aquí hay chamaquitos que no saben lo que es un Burger King porque no pueden salir”. Un muchacho de un punto cerca del edificio 8, por ejemplo, quizás nunca verá el 90.
Que conste, sólo una minoría de los 6,000 residentes repartidos en las 2,570 unidas ocupadas se dedica al narcotráfico. Y abundan las historias de éxito deportivo y profesional salidos del residencial, incluyendo abogados, periodistas e ingenieros. Pero la realidad es que los que permanecen en el residencial cada día ven cómo empeora la situación y cómo el temor a salir empaña cualquier deseo de superación.
Muchos vecinos desconfían del otro. El peor pecado aquí es ser chota, y a los que lo son -o se sospecha que lo sean- se les identifica con la palabra escrita en grafiti frente a la unidad donde viven. Si la desconfianza crece, los jefes del punto -los bichotes- los mudan forzosamente fuera del sector.
El ambiente en el residencial suele ser tranquilo, pero puede cambiar en cualquier momento. Es totalmente impredecible. Y ya los códigos que guiaban a los tiradores de antes se han ido con ellos a la tumba.
Residentes de Lloréns, empleados de la compañía administradora y policías entrevistados por PRIMERA HORA, muchos de ellos con la condición de que no se revelaran sus nombres por temor a represalias de los narcotraficantes, explicaron que la espiral de violencia reciente ha venido acompañada de una pérdida de los códigos de antes. Ahora puede haber un tiroteo cerca de una escuela, las mujeres y los niños ya no son intocables, y aunque las horas de la noche siguen siendo las favoritas para las guerras de los narcotraficantes, no son las únicas.
Prueba de ello son los orificios de bala en diferentes edificios, que parecen sacados de una zona de guerra contemporánea.
Ni tan siquiera las pancartas de los candidatos políticos de turno, siempre sonrientes, tapan los grandes huecos de las balas en algunos edificios de Lloréns.
Millonario punto
El punto de drogas más organizado y, por ello, el más tranquilo, es el de Calle Cuatro.
Las ganancias allí: unos $2.4 millones anuales, según cálculos de la sección de inteligencia criminal de la Policía en San Juan. La nómina: decenas de trabajadores, desde vigilantes hasta gatilleros. La mercancía: marihuana, crack y cocaína. La clientela: los residentes de Lloréns, sí, pero también, y en proporción mayor, gente de afuera, desde azafatas hasta banqueros. La competencia: el punto Malvinas, a pocas cuadras. El horario de atención: las 24 horas. La expectativa de vida para los empleados en la industria: 25 años, con suerte; de 30 no pasan. La recompensa: el dinero, claro, pero también el orgullo y el sentido de pertenencia.
El jefe de este punto, que inspira una mezcla de respeto y miedo entre los residentes, es un hombre conocido por todos como “el Chacal”, sobre quien la sección de inteligencia de la Policía en San Juan mantiene un amplio expediente por ser parte de una investigación continua, dijo el teniente coronel William Orozco, director del Negociado de Drogas.
Muchos de los narcotraficantes adolescentes aquí, según trabajadores sociales entrevistados, lo admiran y piensan que viven en una película. Llevan camisas de Al Pacino en “Scarface” o hablan de “American Gangster”. Pero esto es un martes cualquiera de agosto en Lloréns; está bien lejos de Hollywood. No es tampoco la nueva película de Daddy Yankee, “Talento de Barrio”. Aquí, el verdadero talento de barrio está encerrado, sin atreverse a salir a jugar baloncesto o voleibol por temor a la próxima balacera de los narcos. Aquí en Lloréns, el talento del barrio se quiere ir del barrio.
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